top of page

Sueño con ladridos

Por Armando Gómez Rivas


Fotografía: Gorand Zasvom


Diciembre de 2019

Mi amado compañero perfecto:

Hoy descubrí que puedo platicar con Mozart. No me refiero a que marco un número telefónico para iniciar una conversación del tipo de «Hola Amadeo. ¿Cómo has estado? ¿Qué te parece la música que está sonando en Spotify?». Si dijera algo así pensarías que estoy enloqueciendo, ¿no es cierto? Quiero decir que puedo platicar con nuestra perrita: Mozart.

La semana pasada te extrañé tanto, tantísimo. A lo largo de los días terminaba mis actividades en espera de una respuesta a mi soliloquio. Por supuesto hablaba sin considerar tu ausencia. Déjame explicarlo con un minúsculo ejemplo.

El lunes sonó la alarma del reloj y salté de la cama, sin haber despertado del todo, a las cuatro de la madrugada. Estoy consciente de que es nuestra hora perfecta para escribir poesía. Los murmullos de la noche se confunden con sueños nebulosos para crear paisajes oníricos. He aprendido a disfrutar cuando nos sentamos en silencio a escribir; tú me lo enseñaste. Cuando estás aquí todo está bien; de hecho es perfecto porque no necesito imaginarte a mi lado. Nunca lo había dicho: tu tranquilidad ralentiza la vida para disfrutar aún más los detalles… Como te decía, el lunes, después del grito del reloj, me encontré frente al ordenador. Las ideas se amontonaban y no podía detenerlas. Sólo para intentar organizarlas te pregunté —aunque sabía que no estabas— si recordabas a la madre de Mozart. En el mismo instante que concluí la frase me arrepentí de haber interrumpido tu momento de escritura; un espacio de creación que puede perderse para siempre. Lo más hermoso fue lo que me contestaste: «cómo no. La señora se fue a París con el músico prodigio y murió de frío en el hostal que se alojaban. Creo que Wolfgang se vio obligado a llevarla porque no dejaron salir a su papá de Salzburgo. Ya sabes muchas giras y poca... ¿tienes frío?».

Aunque todo pasaba en mi cabeza, me sorprendí al contestar que «sí». No quise extender la conversación conmigo misma. Me dio pena decirte que me había referido a la mamá de nuestra perrita. Lo que quiero decir es que este tipo de diálogos imaginarios, que intento registrar con dificultad, se reproducen sin freno, sin horario y en diferentes escenarios. No puedo estar sin ti; sin hablar contigo; sin sentirte cerca. La experiencia es tan vívida que siento cómo duermes a mi lado o cómo disfrutas los sabores.

¿Recuerdas cómo termina la historia de la madre de Amadeus? El muchacho imaginaba que había matado a su madre y por esta razón, mantuvo el cadáver en secreto varios días. No era más que un adolescente maleducado; no se atrevía a contactar a su padre para comunicarle la mala noticia. Ahora creo que la temperatura invernal de París ayudó a que la señora no apestara tanto como la situación que atravesaba el desangelado músico. Es triste la sensación de tener que escribir música hermosa —o decir frases coherentes— en tales circunstancias. ¿Te imaginas? Un laberinto de remordimientos con música dramática de fondo; un piano que enmudece a la humanidad con la belleza de la disonancia.

Lo que pretendo decir, mi amado compañero, es que nuestra perrita Mozart, la que tanto queríamos, murió. Nada podría ser peor que no haber podido decírtelo antes. Han pasado varias semanas. Me despierto en la noche. Busco su figura enroscada en la oscuridad. Le llamo. Se restriega contra nuestras piernas como un miembro fantasma. El asunto es que, contrario a Amadeus, yo no soy capaz de escribir música que acalle nada y tampoco puedo representar las imágenes perdidas en mi propio laberinto.

Vuelve pronto, por favor. Ayúdame a no olvidar que tú formas parte indisoluble de Mozart, la perrita prodigio que silenció nuestro mundo, y disculpa mis errores. Sólo en este instante que mi pluma termina de ilustrar sentimientos con palabras, me doy cuenta que el padre de Wolfgang Amadeus Mozart había perdido lo más importante de su vida. Él no lo sabía, pero yo sí. Perdona mi omisión. Regresa para que caminemos juntos; para formar —con saltitos a contraluz— sombras monstruosas que aterroricen a nuestros propios demonios. No importa que cada paso retumbe como un timbal si lo recordamos como el eco de un brillante aullido.

Por siempre tuya…

25 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page