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Paroxismo

Por  Karla Ortiz



Collage: Collien.


No muy lejos de la ciudad, en un pequeño pueblo a lado del rio, mi infancia y adolescencia se habían ido como agua entre las manos. Nunca tuve muchos amigos, ni disfruté de muchas actividades que usualmente uno hace para desarrollar su autonomía. Ayudaba a mi madre a ganarnos la vida, algunas veces ayudaba en la ganadería, otras en la pesca, mis actividades favoritas se basaban en recostarme al lado del rio, entre los grandes robles que lo rodeaban, siendo los pequeños rayos de luz mi única forma de recibir calor. Nunca tuve muchos amigos, siempre me he considerado una persona tímida e introvertida, no era necesaria la agitación, ni los juegos elaborados para mantenerme entretenido, en realidad nunca he tenido demasiada ambición; estudié lo más básico que un niño puede saber, la pequeña escuela de mi pueblo no daba más que para los primeros años de estudio, sin embargo, gracias a la biblioteca que había dejado mi abuelo cuando murió, tuve la oportunidad de conectar con conocimiento que me ayudaría a poder aplicar en una universidad en la ciudad. Mi madre era fiel creyente de que la educación era la única forma de salir de nuestra condición en todos sus ámbitos, aunque resultara un gran sacrificio para ella el hecho de que me tuviera que ir del pueblo; en realidad tenía mucha fe en mí, siempre fui aquel muchachito callado que nunca desobedecía, nunca alzaba la voz ni interrumpía la tranquilidad de la gente, supongo que muchas veces confundimos la seriedad con el éxito, no los culpo, no había mucha variedad de personas, todos nos parecíamos en algún sentido.


          Aún era verano y sentía las gotas de sudor recorrer por toda mi cara, estábamos a veinte minutos de la ciudad, no sabía que sentir, si nerviosismo, felicidad o tristeza. Me sentía entumido como si hubiera salido de la panza de mi madre a los diecinueve años, sentía no haber vivido hasta ahora. Comenzamos a ver las primeras señales de vida, veía gente pasar, una clase de muchedumbre que iba y venía, tiendas, anuncios, luces, algunas rojas, otras azules. Era la primera vez que sentía un toque de emoción en mi estómago, veía a las personas de mi edad ir y venir, riendo y cantando, parecían personas totalmente diferentes, como de otro planeta, sentía ganas de vomitar. Tal fue mi emoción que decidí baja del autobús y caminar. Qué eran estas sensaciones. Parecía haber salido de una caja repleta de cotidianidad, supongo que nunca tuve una ambición porque no sabía cómo se sentía vivir, hasta hoy. Todo parecía reluciente.


          Avancé unas cuadras más, y me di cuenta de que había llegado a la prestigiosa universidad, era grande, en gran parte era pasto. En realidad, no era la universidad la que me emocionaba sino la euforia de la gente que pasaba a mi lado, como si algún secreto guardase para dicha felicidad. Recordé “un mundo feliz” de Huxley y el soma del que se hablaba en el libro. Percibía algo diferente en su energía, algo que jamás se había hecho presente en mi pueblo natal, además olían como los viejos robles, tenían un olor amaderado.


          La semana transcurrió notablemente normal, pero había algo que llamaba una parte que no conocía de mí, como si yo aún no estuviera bautizado por esta ciudad; había hecho los amigos que jamás hice en mi pueblo, sentía como si hubiera nacido aquí. Sinceramente, no sé porque hacían tanto alboroto por la universidad, era rígida y poco dinámica, sé que necesitaba algún futuro, pero el estudio a pesar de haberme enseñado cosas interesantes jamás fue mi fuerte, mi propósito de vida jamás tomo un rumbo intelectual. La única clase que llamaba mi atención era teología, explicaban el origen del ser humano, su propósito y el porqué de él, no era que me interesara la religión, sino que me parecía absurdo, cuando entraba a aquella clase percibía que en realidad no me sentía apegado a ningún principio ni a un fin, era como escuchar la historia de los habitantes de otro planeta y,  por absurdo que suene,  me parecían más coherentes las historias que se inventaban los autores de ficción, que la religión absurda ¿Por qué este complejo de superioridad antropocéntrico siempre estaba presente en las religiones? No lo sabía y tampoco quería entenderlo, solo sabía que en mi corazón no había tal acercamiento.


          No fue hasta después de dos semanas que, por segunda vez, pude pisar las calles de la ciudad, íbamos rumbo a un sitio muy conocido en Greenwich, por poco se me olvidaba lo que me había atrapado de la ciudad, era como si la universidad hubiera absorbido lo que me había hecho pertenecer aquí desde un principio. Llegamos a un lugar bastante prometedor, todos bailaban al ritmo de la música, algunos cantaban, otros reían, pero todos parecían estar bajo el efecto del soma, el olor a madera era aún más potente, estaba dispuesto a saber de dónde provenía. Todos nos sentamos en una mesa redonda, que la cubría una especia de pasto artificial, como aquel en el que me gustaba reposar al lado del rio, por un momento me sentí en casa, Arturo, mi compañero de cuarto, me explicó que era una clase de juego que te hacia ganar dinero si lograbas hacer alguna clase de combinación con cartas, me pareció que era póker. Comenzó el juego y por fin pude ver de dónde venia ese olor amaderado, pedí que me sirvieran de aquel líquido, el primer trago entró en mi garganta como si fuera fuego, era un poco agrio al principio, pero comencé a tomar el gusto. Cada vez me sentía más feliz, como nunca, llego el punto en donde todos bailábamos, cantábamos y solo disfrutábamos nuestra existencia. Esa misma noche despertó algo en mí que jamás había podido experimentar, pero me gustaba y sin duda lo seguiría experimentado.


          Sábado por la mañana y mi cabeza daba vueltas. Únicamente recordaba que me sentía en las nubes. Por lo que escuché esa misma noche hubo un ataque de una criatura en la ciudad, sabía que algo tenía la ciudad, pero jamás pensé que sucedieran tantas cosas en un día: un ataque y mi primera borrachera.


          Solo puedo decir que, después de esa noche, ya no era el mismo, como si una parte de mi hubiera despertado y la otra hubiera muerto, como si la racionalidad hubiera desaparecido. Comencé a fumar, drogarme, a pararme en esquinas para buscar compañía y volvía al bar cada noche por mi dosis de soma. No solo eso había cambiado, también mi carácter, de ser un chiquillo serio y tranquilo, me volví agresivo y violento, mis amigos, que desconocían lo que había ocurrido, notaban cambios en mi físico, parecía una persona totalmente fuera de sí. Yo no podía parar, era como si algo hubiera desencadenado todos esos años de tranquilidad, como una clase de recompensa. Todas las noches soñaba con ese viejo rio y sus robles, pero el sueño parecía muy real, como si algo me llamara a volver, era lo único que me mantenía cerca de lo que fui alguna vez.


          Los ataques de aquel animal extraño siguieron presentes, al parecer cada vez eran más brutales, como si hubiera tomado fuerzas. La gente se encerraba por miedo. Honestamente, no tenía miedo de aquella criatura, por fin había encontrado algo que mantenía mi ritmo de vida, morir no me aterraba. Esa noche salí como solía hacerlo, hacia aquel bar que mala fama me había desencadenado. Como siempre, tomé lo suficiente como para alterar mi conciencia, pero me desconocí por completo al intentar forzar la compañía de una mujer. Jamás había faltado al respeto de tal manera, sabía que mi madre era lo más preciado que tenía, hacerle daño a esta mujer seria hacerle daño a la representación de mi madre. Salí tan desconcentrado del lugar. Corrí como nunca. No entendía lo que ocurría, pero algo en mi se había encendido, como si aquel acontecimiento hubiera reubicado mi moral. Tropecé, al caer me di cuenta de que yacía una luna llena en octubre. Al mismo tiempo me percate de algo inusual, estaba cubierto de pelaje negro. Toque mis dientes y estos eran puntiagudos como una flecha. Aterrado, tomé el balde de agua que había unos pasos atrás. Me miré, aterrado, salí huyendo, hasta llegar al río de mi pueblo. Me miré incrédulo y comencé a llorar, pero no era llanto eran aullidos, aullidos en una noche de Luna llena. Esa criatura extraña en la ciudad era yo, seducido por mis instintos, aquellos que me habían llevado al desconocimiento total de mi persona.

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