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Monstruos de sal

Por Armando Gómez Rivas


He soñado. Autor: Gorand Zasvom


Nacho corrió hasta el contenedor para tomar la fotografía. Antes de regresar mandó la imagen junto con el mensaje: «¿ahora sí me crees?». Sin saberlo, la marca fatal se había registrado en nuestros celulares; una especie de signo de interrogación garabateado con aerosol fosforescente. Si hubiera sabido que, desde ese primer vistazo, el signo de la muerte estaría en nuestras mentes, jamás habríamos perseguido esa historia.

La temporada de lluvias estaba por concluir. Las noches se dibujaban con la misma belleza que las ilustraciones entintadas en blanco y negro. Quizá lo más fascinante era cómo la neblina transformaba los objetos cotidianos en fantasmas difuminados. Nacho mencionó en la redacción que se trataba del escenario perfecto para la catástrofe y que estaba a punto de abrir temporada. Imaginé que esa clase de comentarios le molestaban al jefe pues, a pesar de que tenían razón, no dudó en asignarnos un reportaje sobre los extraños muertos con rostros deformados.

—Nachito, tu que eres tan imaginativo —mencionó con cierto rencor—, llévate al reporterito y tráeme una buena nota sobre “Los pericos”. —Pero jefe, ya sabe lo que dicen del asunto. Nos va a agarrar la noche allá. —Por eso te mando a ti. Eres el más experimentado y, para acabar pronto, ¿crees que te pago para platicar con las secretarias?

En ese momento hubiera querido ser enemigo de Nacho, o mejor aún, haber estado en cualquier otro lugar. Al final terminé como colaborador en el artículo: Decesos de arcilla en el arrabal. “Los pericos” tenía fama de ser un barrio bravo y Nacho aprovechó la ocasión para elegir un título cursi que nada tenía que ver con la información que rondaba entre los noticieros de la ciudad. En los últimos meses se habían registrado muertes extrañísimas y la gente murmuraba que el epicentro del mal estaba en esa zona. «Como todas las ciudades del mundo, me dijo Nacho antes de salir, las colonias populares viven de implantar terror, más que de la realidad. Es una defensa psicológica». Por supuesto, no le creí. Había pasado algún tiempo con él en otras asignaciones, y me quedaba claro que nunca correspondía lo que decía con lo que realmente pensaba.

Llegamos a “Los pericos” pasadas las nueve de la noche. Las calles, terrosas e irregulares, eran una muestra del crecimiento arbitrario, de la falta de urbanidad. De inmediato me llamó la atención que Nacho se dedicó a tomar fotografías de los aspectos menos agraciados: montones de basura, paredes grafiteadas, heces de perros deformadas por la lluvia... Después de una caminata errática, me dijo que esperara.

—Escóndete aquí cabrón. Si la gente ve que estoy solo quizás se animen a seguirme. —Estás loco de tu cabeza. De verdad, ¿quieres caminar por aquí con el equipo fotográfico? —Pues claro. Es el gancho perfecto. Por lo general, los vecinos ven la oportunidad para atracar y se dan el pitazo. El equipo vale madres, está asegurado. Lo único que te pido es que no te apendejes en la contemplación. Si hay que salir por piernas, no te voy a esperar. —¿De verdad? ¿Qué te hace pensar que yo te esperaría a ti?

Reímos. La realidad era que, bajo lo superficial de la plática, se escondía una verdad: cada uno de nosotros estaría comprometido con su propia salvación. Pasaron unos minutos y, al parecer, nada había sucedido. Nacho regresó con la cámara lista para enseñarme unas imágenes. —Mira cabrón. ¿Qué ves de raro en estas imágenes? —me dijo nervioso. —Pues que finalmente te has empeñado en transformar el fotoperiodismo en modernismo tipo Andy Warhol. —No te pases. Fíjate bien. En un rápido resumen mencionó, antes de que yo pudiera decir una sola palabra, que no era coincidencia que las casas de las víctimas estuvieran marcadas con un símbolo fosforescente. A la distancia resultaba irreconocible; tenía que acercarse más. Repetimos la operación, con una modificación minúscula: yo cargaría el equipo y eso, por supuesto, me convertiría en el señuelo. Nacho se desplazó, entre las callejuelas con la idea de capturar imágenes con la calidad necesaria que requería una publicación. Así, mientras se apartaba en la clandestinidad de las sombras, deambulé errático y temeroso. Nunca lo perdí de vista y nadie se aproximó a mi. Mientras lo seguía, vi cómo la sombra de una araña, ligeramente alargada, se proyectaba en una pared. La imagen amplificada del arácnido, por la iluminación de las farolas, mostró un aguijón y poco después, sentí un escalofrío cuando sonó el mensaje en mi celular. Nacho llegó, jadeando. Escapamos. Al subir al automóvil se percibía una hinchazón en el cuello de Nacho. Imaginé que el prurito era insoportable porque dejó de hablar y se concentró en rascarse. Cuando llegamos a la redacción, sus orejas se habían sellado por completo. Estaba seguro que había dejado de escuchar. Poco después, sus ojos se cerraron completamente y su cara se deformó. La sensación de estar frente a un monstruo se recrudeció cuando intentó articular una frase que resultó intraducible. Una especie de caparazón había ocupado cada uno de los orificios de su organismo; tapones minerales que aislaban la ponzoña del arácnido en un huésped casi inerte. Nacho agonizaba en el vestíbulo de las oficinas de redacción. Me pregunté si, al menos, seguiría escuchando el mundo exterior o si resonaban en su interior sus pensamientos. Pensé en la crueldad de una muerte con un aislamiento tan eficaz: un estuche hermético para recordar la fatalidad y nuestros temores más profundos acechando sin descanso. Los síntomas coincidían con las víctimas que habíamos ido a investigar. Sin dudarlo, revisé las fotografías. Con la referencia de la imagen que había enviado, descubrí que la marca se repetía en muchas de las tomas. Miré a Nacho. Su cuerpo, ahora, tenía más semejanza a un insecto: una consistencia quebradiza, crujiente. De pronto, sus miembros se alargaron como si fuera un rictus de dolor. Sentí un pinchazo y empecé a ver el mundo en tonalidades verdes.


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