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Mi año de descanso y relajación. Ottesa Moshfegh (Alfaguara, 2019)

Actualizado: 29 feb

Por Armando Gómez Rivas.


Ilustración: Julia Mora Huerta.


La literatura de género negro es exclusiva de los hombres. Nada más falso. Mi año de descanso y relajación es una respuesta contundente a esa desafortunada observación. Propongo un experimento. El lector deberá confiar en mi honestidad. Tomé cuatro números, entre el once y el doscientos cincuenta, para seleccionar páginas aleatorias de la novela que me permitieran establecer unas coordenadas de la novela de Ottesa Moshfegh. Mi teoría es que, a partir de estos puntales, la banalidad, el dinero, el arte y la decadencia psicotrópica se reflejaran de forma consistente. Todos estos elementos deberían llevar a la esencia de la narración: la belleza de un instante simbolizado en el dramatismo del ataque al World Trade Center. La historia se centra en una chica neoyorquina, rubia, educada, guapa, acaudalada… estereotipos del norteamericano exitoso. Sin una razón para seguir despierta, la protagonista renuncia a su trabajo en una galería de arte y decide hibernar. Duerme, mira televisión, vuelve a dormir. Sale de su apartamento solo para comprar mercancía barata (cafés, golosinas, cigarrillos) en un local de inmigrantes abierto veinticuatro-siete. “Después de unos cuantos meses de aparecer desaliñada y medio dormida, —si seguimos la trama descrita antes— los egipcios empezaron a llamarla ‘jefa’ y a aceptar sin problema cincuenta centavos cuando pedía un cigarrillo suelto” (p. 14). Según ella, vivir en un mundo superficial con un sinfín de gente que no ves equivale a “una performance de drogadicción hipnótica” (p. 32). La única conexión con el mundo real es Reva, su amiga de la universidad; a quién realmente no soporta, excepto por su balbuceo que le resulta un analgésico de lloriqueos. Reva, nos dice Ottessa Moshfegh, “se giró hacia mí y sonrió con falsedad, me acarició la mano. Tenía un aspecto horrible, con las mejillas hinchadas, los ojos rojos, la piel amarillenta. Era el mismo aspecto que tenía cuando vomitaba todo el tiempo” (p. 115). Reva representa los vicios del sistema: compradora compulsiva, adicta al trabajo, al ejercicio; por otra parte, es bulímica y mantiene relaciones con su jefe, aunque sabe que él es casado. Y su vida, a decir verdad, se encarga de llevar a un punto climático la novela. Para lograr dormir por un periodo determinado, como si fuera un proceso terapéutico, la protagonista se relaciona con la Dra. Tuttle; una psicóloga que le proporciona todos los fármacos posibles, y con el artista conceptual Ping Xi. En ambos casos se advierte la corrupción, la indiferencia, la mediocridad.

Era domingo, 7 de enero. Fui al baño a hacer inventario del botiquín; conté todas las pastillas sobre las baldosas mugrientas del suelo. En total tenía dos zolpidem, pero había treinta más en camino, doce pastillas de Rozerem, dieciséis de trazadora… (p. 193).

El listado, como se puede imaginar, sigue y sigue. A lo largo de la novela, la enumeración de psicotrópicos existentes resulta alarmante, pero real; la nómina de marcas de ropa sofisticada que compiten en el mercado es impactante; la inmensa suma de actividades desgastantes en la vida moderna se muestran de forma irónica: relaciones superficiales, sexo por conveniencia, ceremonias religiosas vacuas, necesidad de aceptación social. La protagonista se desprende de todo para regenerarse o morir; esto incluye estar despierta. Abandona el mundo real para dormir con pequeñas pausas que le permiten alimentarse y hacer un poco de ejercicio físico. En el desenlace, Ottessa Moshfegh espolvorea oro para dibujar uno de los finales más hermosos que he leído: una chica, que puede ser Reva con la ropa que la protagonista desechó, salta desde una de las torres del WTC. El cuerpo se transforma en un ballet, un desprendimiento material desfigurado, una escena que, pese a la morbidez, es una obra de arte.

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