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Elizabetha

Por Armando Gómez Rivas



Vlad culminó su sombría misión. Los últimos guerreros otomanos corrieron desordenados a través del campo para evitar una innecesaria agonía; el dolor no era un estandarte que valiera la pena defender. Las gotas de sangre encontraron su camino entre las heridas expuestas y poco a poco, la aridez del terreno se transformó en un sistema vascular a la intemperie. La batalla había finalizado.

De camino al palacio, Vlad miró con discreción: miles de cuerpos empalados se distribuían a través de lo que había sido un campo yermo. Su rostro mostraba las señales del combate. La transpiración de su caballo dejaba un rastro que desaparecía por las pisadas del ejército. Sonrió mirando al cielo, mientras su dibujaba una cruz para agradecer por la cosecha. «El trabajo está dispuesto señor. Soy tu humilde ciervo; un instrumento para tu adoración», rezó para sí mismo.

Los linderos del territorio Dracul estaban a la vista. La guarnición apresuró el paso. Las torres de vigilancia destacaron entre los espinosos zarzales que invitaban a los sentidos con el dulce néctar de sus frutos. Las cúpulas de la iglesia, blancas y delineadas, eran mudas observadoras que brillaban destiñendo el cielo. Mientras cabalgaba, Vlad reconstruyó en su mente la figura de su esposa Elizabetha. La imagen de sus manos acariciándolo regresaba con insistencia en recuerdos. El dolor que le producía sentir a su amada a la distancia había constituido la fuerza más extraordinaria para la batalla.

La bandera con la insignia de la familia ondulaba a la distancia; en pocos minutos llegarían. Los centinelas sobre la muralla dieron el aviso. Un instante después, las campanas anunciaban el inicio del servicio litúrgico de bienvenida. Adentro del templo, los cirios iluminaron la silueta de los canónigos que se habían aproximado para ritualizar el escenario. La nave principal se acondicionó con rapidez: una alfombra verde, labrada en oro, se extendió hasta el altar; las capillas laterales fueron cerradas con tapices para ocultar cualquier imagen; el incensario humeó hasta llenar los rincones más obscuros. Con una profunda entonación, el sochantre inició el himno gustate si vedeti (probar y ver).

Al escuchar los avisos de la guardia, Elizabetha se sobresaltó excitada, llevaba días oculta en los basamentos del castillo sin recibir noticias. Retiró el cerrojo de la puerta que la guarecía y ascendió. El aire fresco le devolvió la sensación de vida. La música reptaba los pasillos más estrechos y acompañaba cada paso. El contrapunto de las herraduras percutidas en el suelo y sus gráciles pasos formaron una polifonía erótica indisoluble.

Vlad bajó de la cabalgadura: cansado, dolorido, pero al mismo tiempo, suspendido en la emoción de haber completado la promesa de volver. Elizabetha le abrazó e intentó retirar el yelmo para besarlo, para acariciar su rostro, para sentir su presencia más allá del calabozo de la imaginación. Temblaba al extraer el morrión sanguinolento. Le sorprendió que los jirones de sangre que recorrían su espalda estuvieran frescos. Sin titubear, arrancó el último remache de la gola hasta dejar el espacio suficiente para extraer el casco. Observó cómo el fragmento metálico de un arma enemiga se había alojado en la cabeza de Vlad. En el instante en que un haz de luz atravesaba el vitral central de la iglesia, para destacar el máximo símbolo de la cristiandad, Vlad se desangraba frente al retablo de la pasión de cristo.

Elizabetha maldijo a Dios mientras bebía la sangre fresca de su amado. El líquido se deslizó por su garganta hasta incendiar el laberinto de arterias que recorrían su organismo. Con el néctar de la muerte escurriendo por sus labios, encaró a los sacerdotes. No dudó en ordenar que todos los religiosos fueran aniquilados y juró que aquel ser omnipotente ¾que había solicitado obediencia y ahora se ocultaba¾pagaría su osadía. En el arrebato de la ira, Elizabetha no vislumbró que jamás se hablaría de ella como la protagonista de una historia de amor condicionada por la existencia de vampiros.

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