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El año del pensamiento mágico. Joan Didion (Random House, 2019).

Por Elizabeth Gori



Ilustración: Iyari Rodríguez.


La vida está hecha de materia frágil. Puede romperse sin causa alguna en los momentos más inesperados. Es un elemento que no responde a la linealidad ni al karma, por lo que no hay modo de predecir su extinción. En su soledad se encuentra la sospecha de que no hay nadie que escuche la manifestación de los pasos cotidianos. Al contrario, parece que hay que transcurrir de puntitas para que el infortunio no nos escuche, para que no sepa que todo anda bien.

La voz de Joan Didion siempre fue larga, contundente en su equilibrio, clara en su fuerza, plena en su sustancia. Demasiado visible para no pagar caro el atrevimiento de su vida extraordinaria.

“La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba” (pág.9), inicia Didion con este mantra la narración del año posterior a la muerte de su esposo, una muerte que le arrebató las certezas con las garras de la duda al rojo vivo.

El relato desgarrador contenido en El año del pensamiento mágico se ha convertido en un referente en la literatura sobre el duelo y la pérdida. Todos aquellos que hemos perdido a un ser amado de una manera súbita lloramos de la mano de la autora para recorrer una nueva realidad que se curva, que se rompe a cada rato. Y esto nos hace crear comunidades de seres de corazón marcado con el mismo hierro:

La gente que ha perdido a un ser querido parece desnuda porque se cree a sí misma invisible. Yo también me sentí invisible durante una época, incorpórea. Me daba la impresión de haber cruzado uno de aquellos ríos legendarios que separaban a los vivos de los muertos, de haber entrado en un lugar en el que solo me podían ver quienes habían perdido hacía poco un ser amado (pág. 78).

Este éxodo, en el que podemos imaginar a Didion de la mano de Eneas por el inframundo, significó para ella perder a la persona con la que compartió el proceso de formar una familia y de formarse como escritora, es decir, de su compañero en el viaje de su vida.

Los seres humanos nos proyectamos en las cosas, hacemos que los objetos hablen de aquello que no decimos pero que somos. Y ante la pérdida, como lo demuestra la autora, los espacios parecen moverse, los que no están se muestran, las fechas se encorvan, los amigos suavizan la mirada y los recuerdos se vinculan con los sueños, en la pérdida de una linealidad que dábamos por hecho. Todo para entender, para aprender, para sobrevivir: “También sé que si queremos seguir vivos llega un momento en que tenemos que dejar a los muertos, dejarlos ir, dejarlos muertos […] Dejar que se los lleve el agua” (pág. 229).

Este tránsito asombroso a través del dolor, fue escrito por la autora cuando su hija también había muerto. Pero eso no es tema de este libro, habla de ello hasta más tarde. Le da a cada duelo sus páginas. Por su parte, El año del pensamiento mágico, a pesar del dolor que se puede sentir en cada capítulo, es un texto obligado para entender la vida y la muerte, así como el modo en que las dos se transponen.

Una edición recomendable es la ilustrada de la editorial Random House. La gráfica de Bonet hace del libro un objeto de arte redondo. Y junto con las ilustraciones a doble página, las cuales muestran un bosque de trazos, El año del pensamiento mágico nos interna en la oscuridad para, al final de este sinuoso recorrido, saber.

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