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Desahucio

por Armando Gómez Rivas

El almacén de las palabras es un lugar extraño,

húmedo, una galería sigilosa, un hospital dormido...

David Huerta

i.


Sus colmillos se deslizaron con suavidad erótica. La superficie dérmica, perfumada y flexible goteó lágrimas de vida purpúrea. Soy el séptimo hijo. A diferencia de mis hermanos, mis ojos reflejan, en la inmensidad del azul insondable, construcciones de luz que juegan con escarchas diminutas de ceniza. Nací con una cola abundante. El pelo destaca mi color rojizo pálido y nunca me importó si me nombraban Tibor o, después de que ataqué a todos los miembros de la familia, Moroi.

Las esquinas retienen la negrura de la sombra; son mi lugar predilecto en este universo que comparto. No tengo noción del tiempo. La verdad es que la relatividad con la que transcurre la vida carece de interés. Puedo estar en la infinita contemplación de la perpetuidad con solo lamer mis patas. Veo, cuando en realidad pienso. Puedo retener la existencia atrapada en un roedor, en una madeja de hilaza o incluso, en el arenal que procrea su propio y singular hábitat.

Ayer fue un día soleado. Recorrí el jardín dejando muestras de mi paso. Los ridículos objetos enroscados como espinas pretendían obstaculizar el ágil tránsito de mis extremidades carnosas. Las pelusas se transformaron en un circuito para facilitar futuras excursiones. El ingreso a la vieja casa victoriana perecía natural. Lo entendí obligatorio: ventana abierta, olores esparcidos al entrar e incluso, un llamado punzante en la oscuridad de la noche. Una salamandra vestida en armadura medieval se deslizaba con destreza. La estática activó mis delgados escudos de persuasión. Al succionar el aire, me invadió un momento similar al sonido de un pincel que recorre un lienzo áspero. Como siempre: mis poros se saturaron con tonalidades lapislázuli.

Bebí la sustancia oscura, embalsamada. El sabor se destiló al rozar mi suave lengua; se filtró por las hendiduras diminutas de mi organismo. En un parpadeo, el líquido ácido petrificó las articulaciones. Los músculos dejaron de responder a cualquier impulso. Gritos desesperados ahogaban un cuerpo inerte. Una coraza recubrió mi cadáver. La perennidad encontró vida latente sepultada; suspendida en un techo.

8:00 p.m. Me desplazo en los sutiles instintos de un tétrico amanecer. El ruido me molesta. No soporto el rechinido de las bisagras, ni el crujir de la madera antigua. Doy vueltas al candil. Dejo huellas empolvadas. Una ráfaga desordena mi pelambre. Mi oído se disturba con la resonancia fétida de sabores atrapados en el viento. La imagen invertida se deforma en cristales ovalados; 8:01 p.m., con pasos levitativos me alejo. Un desplazamiento contrario al movimiento de mi esqueleto ayuda a escapar lentamente.


ii.


El único resquicio en la superficie alimenta vida eterna: sangre derramada en el entablado derruido. La cápsula hemoglobínica se transfigura en un contenedor de efervescencia celular. El derrame aromático se mezcla en el ambiente nocturno del ajenjo. Universos que confunden la neblina recluida en el narguile recrea laberintos y pasillos orientales; persianas que se abren al paso de un ser invisible y temido. Es una cápsula que condensa el humo del incienso al igual que un péndulo catedralicio y gotas infectadas que potencializan nuevos mundos. El murmullo de la sensualidad se inflama en aliento cálido. La penetración dental desencaja el bálsamo indolente... Sangre que se verte. Qué es el tiempo ahora: enunciados musicales que recuerdan el paso de los siglos. Pulsación precisa de cuerdas lastimadas por la flexibilidad de un soplo; un roce en las papilas delicadas.

En el subsuelo se inicia la batalla: el armazón de la vida o la extinción. El brillo del plasma, autocontenido en gotas, resguarda la fatalidad. Los componentes microscópicos se despliegan perturbados. Se multiplican y combaten en parejas; engrosan las filas de un ejército bien entrenado. No es posible evadir la lucha. Los intervalos de plenitud corporal se sobreponen al ocaso de la inmortalidad. No se trata de una trampa mal elaborada, es la oportunidad que proporciona un asalto sorpresivo. El territorio contradice las posibilidades de éxito: humedad contaminante y oscuridad invasiva. Las pérdidas pueden ser devastadoras. Es imposible advertir la equivalencia o la inferioridad de fuerzas.

El ruido ensordecedor en la estructura orgánica distrae al enemigo. Muestra su fragilidad. Un golpe de fortuna. El autosacrificio se oculta en la estrategia. El olor de los sonidos suculentos emana lo invencible; está envuelta en texturas carmesí. El oponente es superior; no hay defensa. Una luz destellante empuja al arranque. En el enfrentamiento la máxima habilidad es el engaño... espera la inestabilidad. Los cuerpos débiles flaquean, se confunden.

La edificación se desmorona. El golpe del ataúd es contundente. La viga en el techo traspasa el corazón del general. En el acto más apasionado, sus labios empujan a los militares subalternos a conseguir el objetivo. La vida subterránea se confunde. Las células absorben. El ejercito se divide; succiona al enemigo que ahora se encuentra dividido. Las fuerzas de ataque infectan. Con el desenlace del líder se multiplica nuestra casta. Aquellos mitos infundados de fatalidad son ciertos: para destruir es necesario conseguir aliados. La causa está ganada. Desde el mundo biológico más diminuto, la perpetuidad es contundente. No hay alternativa.


Imagen: Netyzen. Autor: Gorand Zasvom.


iii.


He pasado diez aniversarios y aún parezco un niño. En el espacio atemporal de mi vida es indispensable una cordial invitación. Mi subsistencia depende de ello. Ahora que lo pienso, en esta hermosa casa tengo la fortuna de siempre ser bienvenido. Todas mis festividades las he pasado aquí. El martes 29 de febrero se celebra cada veintiocho años; mi cumpleaños también. El último día del segundo mes del año dos mil festejé por última vez, el aniversario de mi llegada a este mundo. Me acompañaba el fin de siglo: una conclusión abierta a calamidades y fantasías fatídicas. Lo he vivido antes y puedo asegurar que se trata de palabrerías que caminan con indiferencia en el imaginario de la muerte.

Aquel día llegué a la casa del abuelo en pijama y pantuflas. Reconozco que tan solo fue una coincidencia; había sangre derramada. El olor a polvo y flores rancias inundaba mis pulmones. La brillantez de las siluetas surgía de la penumbra en los vitrales. Un conjunto de miniaturas ornamentales habitaba esa horrible estancia. La detesto. Baratijas que acumulan la evidencia de otra época en estrechos contornos malolientes. Por supuesto que nunca pienso en presumir la antigüedad del cochambre en las paredes. Aunque me reprimí, tuve la sensación de poder seguir el rastro del gato. No exagero. Las huellas se extendían para recorrer las paredes y el techo. Sí, parecía una broma. La suspensión gravitatoria del felino alcanzaba la lámpara distante de la habitación. En la esquina, se dibujaba el espacio inmaculado de algo parecido al contorno de un ratón. Ese acto de magia, era el recordatorio definitivo de estar en el lugar correcto.

Sin ningún pretexto, más allá de la hospitalidad y la confianza, llegué a la despensa. El inmenso mueble de madera con extravagantes acabados clásicos se enfrentó a mi. No dudé en oponerme al tornasol de las tonalidades que resguarda. Quizás mi llegada precipitó la coloración de luz filtrada. Mis prendas iluminaron la aglomeración de suciedad en la colección de objetos recolectados en repisas. Todavía recuerdo como el crujido de la cerradura cedió al girar la llave. Mi mano abrió con suavidad las puertas de cristal opaco: frascos, recipientes encorchados, latería y un arsenal de objetos de recolección atemporal.

Las formas inundaban la memoria o mejor dicho, la imaginación. En cada celebración se mantenía el ritual. Un protocolo dirigido a indagar el territorio. No puedo explicar por qué cada contenedor parecía incluir su historia propia en la etiqueta. Algo cursi y pasado de moda, si aplico la expresión de la inmortalidad a una fecha de caducidad. La humedad estremecía mi olfato y acumulaba un elemento mortuorio e hilarante que agudizaba mis sentidos trémulos. Es imposible salir ileso a la mirada fija de melocotones sumergidos en almíbar prístino y aún así, no fui seducido ante la superficialidad de las conservas. Seguí en la búsqueda del obsequio oculto.

Al iniciar la inspección de la gradería inventé un juego. En ese momento me pareció creativo: combinar sustancias, mezclar recipientes y producir sabores, aromas innovadores. Así, un puñado de semillas en combinación con mermelada de arándanos se fusionó en el relleno del pan de avena. Los pepinillos en vinagre lograron una concordancia culinaria al anegarse en centenario vodka; si eran servidos en una base de amaranto y cacao en miel de maple, reforzaban su textura. Intenté reproducir, en alguna combinación digerible, la sensación de tener en mis glándulas las prendas infantiles que enfocan con precisión los recovecos; aquellos por los que se escondía el gato pelirrojo. Nunca imaginé que el monumental acervo de mixturas comestibles derivaría en compuestos nocivos.

El estuche se cerró con el sonido más estridente que jamás haya escuchado. No morí. Me han dicho que eso es imposible. Nuestra especie es inmortal. Por esta razón, la ceguera me acompañará eternamente. Me duele recordar que el último haz que percibí, retiene la sonoridad punzante de mi alma dividida: el golpe del ataúd del abuelo y el olor del ácido acético.

En el espejismo de las tinieblas mis sentidos se agudizan. El suave suspirar desplaza un aura suplicante e impacta mi sistema. El tinte de las cosas me produce un único sabor. Mis orejas se sacuden; calculan una distancia que no podrá llegar. La piel dibuja mi camino en complejos laberintos. Ahora descubro otras bondades: los animales me acompañan, salgo sin temor, huelo los sonidos y he llegado a acostumbrarme a sentir la representación de la tranquilidad en una oscuridad indescriptible. Ya saciado, no debo adivinar; sólo es la espera de un instante que me extiende una gentil invitación.

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