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¡Wuff!

Adrián García M.


Imagen: A. Colin.


«¿Qué quiero ser?», preguntaba un profesor a sus alumnos. «Si quiero ser escritor, me pongo a escribir», agregaba. Ejercicio fácil bajo el razonamiento de aquel hombre, pero no siempre resulta fácil lograr el cometido. Una tarde reflexioné sobre aquella pregunta mientras el cursor de la pantalla saltaba en el lienzo blanco del procesador de texto. La luz vespertina se volvió oscuridad y en la pantalla no corría ni una sola palabra. En ocasiones, cuando pienso en un nuevo texto, procuro caminar de un lado a otro. Otras tantas, salgo a la calle esperando que el viento susurre algún buen inicio. Pocas veces sucede. Tomé una chamarra y repetí el ritual. Pasaron treinta minutos y volví a la silla. El sonido del despertador anunció las dos de la mañana, y el documento continuaba en blanco.

«Escribir no debería ser una tortura, tendría que ser un placer», pensé con el mentón recargado en las manos. Una caminata más, de un lado a otro cual león hambriento. Cerré la computadora, caminé a la cama buscando las líneas adecuadas para, por lo menos, plasmar una idea, pero tampoco sucedió. El despertador volvió a sonar, ya son las tres de la madrugada.

De pronto, un impulso me lanzó de la cama. «Café. Sí, con leche tibia», me dije. No era raro, también forma parte del ritual de escribir. Me dirigí a la cocina y preparé lo necesario. Me recargué en la estufa esperando que la física hiciera lo propio. Traté de concentrarme mientras esperaba, y entonces el sensor de la luz detectó un movimiento afuera seguido de un rasguño sobre la puerta. Ambos me sacaron del palíndromo en el que apostaba mis fuerzas por ver mis ideas ganar la carrera. Asomé las pupilas por una ventana y no vi nada. No suelo ser supersticioso, siempre busco dar una explicación racional a lo que veo o escucho, pero aquel rasguño había sido claramente registrado en mi cabeza y confirmado por mis oídos. La emulsión en la estufa se derramó. Tomé una taza y vertí lo poco que quedó en el pocillo.

Me dirigí hacia un sillón mientras pensaba en aquel rasguño. Intenté encontrar lógica y busqué agudizar mi audición. No sería difícil ante aquel silencio que ya se volvía espectral. Nada. «Creo que debo dormir», me dije. Coloqué la taza en la mesa de centro, y al tiempo un nuevo rasguño sobre la puerta. Corrí a la ventana y la luz de la calle alcanzó a proyectar una sombra. El miedo me inmovilizó y agradecí la campanilla que salió de mi teléfono y les devolvió a mis extremidades libertad. Eran las cuatro de la mañana. Miré con atención y aquella silueta dibujó a un perro. Pensé en el Fausto de Goethe y en el mismo animal que persigue a su protagonista. «¿Será Mefistófeles?», me pregunté. El can se acercó, pero no podía ser un demonio. En cambio, aquel perro tenía unos ojos que proyectaban generosidad, eran como los de un niño que invita a jugar. Comenzó a mover la cola y su vaivén mostró párrafos llenos de letras en distintas tipografías que formaron historias en el aire, corrió en círculos persiguiendo una estela de oraciones que se acomodaron en prosa, y sus orejas se levantaron y su rostro se convirtió en un collage digno de una galería de arte moderno. De su hocico cayó una pelota, extendió su pata derecha, la lanzó hacia mis pies y echó a correr. Con aquel gesto entendí que aquel perro me invitaba a jugar y a contestar el rebote.

Desde entonces aquel perro rasguña la puerta, mueve la cola, corre en círculos y levanta sus orejas. Nos lanzamos la pelota y cuando regreso al procesador de texto las ideas se concentran en párrafos. Son como niños que salen sin permiso al ver a sus amigos mirando hacia las ventanas. Todas las noches las palabras atienden a su ¡Wuff!

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