top of page

Tinta ceniza

Por Collien


Autoría: Collien


Doña Clarita me recogió y me cuidó como si fuera su hijo. Un día cuando iba camino al mandado, me encontró en el contenedor de basura. Ahí estaba yo babeando, envuelto en una sábana raída y sucia, dentro de una caja de cartón. Por muchísimos años ella guardó el gorro blanco tejido a ganchillo que tapó mi tierna cabecita, ocultando así esos horribles cuernos huesudos que parecían de diablo. Además de esa deformidad me dijo que fui un bebé normal, de los que lloran, se zurran y piden de comer cada tres horas. Ella era una santa y no me hizo el feo cuando los descubrió allí, prominentes y picudos, en mi mollera que apenas tenía pelo. Simplemente se dedicó a amarme como el hijo que nunca pudo tener con don José, pues al morir tan joven de un cáncer pulmonar originado por trabajar en la mina, se quedó sola, y nunca se volvió a casar. Los cuernos me los rompió con más tristeza que miedo. Contaba que cuando los tronó, a golpe de martillo contra el suelo, no grité ni un poquito pero mis ojos soltaron lágrimas sin parar, por días enteros. Luego de esa amputación, crecí como cualquier chiquillo. Aunque es verdad que a veces no me daban muchas ganas de hablar y fue un hábito que doña Clarita me fue tomando medida. Ella sabía que cuando me consumía la melancolía, se me curvaban las cejas hacia atrás, dejándolas como gusanos parados queriendo salir de mis ojos vacíos. Los labios apretados, en un intento fallido de dibujar una línea recta, se terminaban por escurrir hacia abajo. Ella, maternal como siempre, me ofrecía un café de olla para quebrantar el hielo de mi corazón callado. Fui a la escuela como cualquiera en el pueblo, me transformé en un hombre flaco pero fuerte y conseguí trabajo de cargador en la central de abastos. Crecí lo más normal que se pudo, en nuestra familia de dos personas y siete gatos. Pero bien se sabe que la gente buena dura poco. Hace un mes doña Clarita, que siempre rezaba por una buena muerte, cerró sus ojos al acabar su rosario y ya nunca los abrió. Fue la primera vez que me quedé mudo en serio y ya no estaba ella para darme un jarro de café. Al ver cómo echaban tierra a su ataúd cerrado, dejándolo atrapado en el frío y la oscuridad para siempre, pensé que iba a poder llorar, pero no fue así. Lo que sí ocurrió fue que comencé a escupir demonios. No maldiciones, sino demonios de verdad. Yo imaginé que doña Clarita había sido un halo de luz y bondad que me había parado el proceso maldito que traía desde que me encontró, pero una vez que ella volvió a la tierra, se acabó el encanto. Cada acceso de tos es distinto. A veces un líquido ámbar se escurría entre mis dientes y si me tocaba la piel me hacía llagas como si fuera ácido. También arrojaba seres pequeños como sapos, pero rojizos y alados, sin cabeza, con un torso esférico compuesto de un sólo ojo que me miraba con rabia pero, al carecer de boca, no emitía sonido alguno. Los que en verdad me causaban fastidio, son los que salían de mi boca abierta mientras dormía. Parecían escarabajos negros, pero con patas filosas y en su carcasa un orificio profundo emitía un grito perpetuo, el cual me interrumpía el sueño que luego ya no podía conciliar. Una vez intenté matarlos con café hirviendo. Me tomé una taza grande, aromática y amarga, con agua de canela y clavo, pero sin leche. Lo hice sorbiendo, para que el ruido los espantara y también porque me dolía al tragar. Ese ruido molesto hacía veces de rugido y otras de grito disfrazado. Cualquier líquido a esas temperaturas provoca ampollas, como en mi paladar blando que luego de la quinta taza me sabía únicamente a dolor. Pero a pesar de esto, los demonios seguían saliendo. Entonces hace unos días, cansado del interminable sabor a sangre y café, le recé a doña Clarita para que volviera y se los llevara. Soñé con ella y sus abrazos y cómo aprendió a quererme con todo lo diablo que fui y aún soy. En ese difuso estado la vi a ella tronando mis cuernos con el martillo y diciendo «Para capturarlos habrá que sellarlos con tinta y ceniza». Al despertar fui al cuarto de doña Clarita y busqué entre sus cosas. En el tercer cajón de su ropero, hasta el fondo y bien guardado estaba mi gorro de bebé diablo. Dentro de éste, envueltos con cuidado, estaban los cuernos amarillentos. Bien conservados y más grandes de lo que imaginaba. Los tomé y los envolví en un pañuelo. Golpeé tan fuerte con el martillo que se convirtieron en polvo y astillas. Tomé con cuidado el pañuelo, lo vacié en una pastilla de carbón previamente encendida, lista para el sahumerio de barro. Lo dejé arder largo rato hasta que solo quedó una montaña de ceniza humeante. Me corté la palma de una mano con una navaja y dejé que mi sangre cayera encima de los restos. Busqué la botella chica de alcohol de curar y le vacié la pastosa mezcla. Agité el frasco y vi cómo se iba formando un torbellino oscuro. Una tempestad dentro de sus paredes de cristal. En la tarde, luego de regresar asoleado y cansado de cargar cajas, me agarró un ataque de tos, de esos con demonio ámbar. Al expulsarlo al suelo se comenzó a escurrir hacía mis pies descalzos para quemar mi piel, pero saqué rápido un trozo de servilleta y con la tinta previamente hecha, lo dibujé en un torpe boceto. Al finalizar mi trazo vi sorprendido que el desgraciado demonio se había esfumado, como si lo hubiese sellado con ese dibujo cenizo. Así he estado haciendo con cada demonio. No solo los dibujo. Con la práctica he aprendido que si escribo con esa tinta, aunque sea en una breve frase que los describa, también funciona. Este método es muy efectivo como mordaza para aquellos del tipo escarabajo que con su griterío no dejan dormir. Ahora ya solo me queda estar atento al acceso de tos. Debo de capturarlos antes de que me hagan daño.


11 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page