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14 de septiembre de 2016

Por Carolina Mora Huerta


Imagen: A. Colin.


En septiembre de 2016 mi vida se dividía en dos escenarios. De nueve de la mañana a una de la tarde estaba en mi pequeño estudio, en el primer piso de un edificio de estudiantes. Mi escritorio quedaba en la ventana desde la que podía ver el área de lavandería. A veces llegaban otros inquilinos a tender su ropa y se producía un momento extraño: levantaba los ojos de mi ordenador y nuestras miradas se cruzaban. Ella o él, con su ropa interior colgando de sus dedos o los ganchos, yo con mis auriculares totalmente quieta. Casi nunca les sonreía, permitía que su incomodidad aumentara a tal grado que debían comportarse con una seguridad casi robótica para terminar diciendo «Hola». Les respondía y misión cumplida. Mis manos volvían a teclear con esmero o subían el volumen de los auriculares (estudiaba alemán para matar el tiempo libre y escuchaba música para familiarizarme con el idioma). A la una hacía una conexión a México para estar con Armando. Yo comía y él desayunaba. Hablábamos hasta que la vida nos obligaba a desconectarnos. La tarde transcurría entonces con largas caminatas hacia el casco antiguo de la ciudad, hasta cruzar el Tormes por el puente de Enrique Estevan y volver por el romano. Eran tres horas de caminata diaria, pensando, escribiendo. Pensaba que si caminaba lo suficiente llegaría a los sueños de Armando, que ahora estaría tan dormido como para dejarme entrar. Luego una hora de lectura en un parquecillo frente a la estancia de estudiantes. El día que llegó Armando celebramos paseando y leyendo en voz alta. Roog, el cuento de Philiph K. Dick, nos recordó a los ladridos de Charlotte hacía la noche; donde nosotros no veíamos nada era seguro que ella sí. No acabamos la lectura porque una fiebre acabó con el momento. Él cayó enfermo durante unos días. Quizá fue en sus delirios donde Roog se transformó en Wuff. Así, Armando bajó a los infiernos para hablar con Dante y traer a Wuff a la vida. Así me gusta contarlo. Lo cierto es que, en los trayectos entre Salamanca, Bilbao, Madrid y Barcelona, creció la idea de un lugar donde pudiéramos pensar, escribir, leer y crear una comunidad a través de las letras. Regresé a México. Ciudad de Querétaro con toda la pandilla junta: Armando, yo y nuestras seis cachorras. El 14 de junio de 2017 Wuffse “materializó”. Abrimos un blog que empezó a albergar escritos a cuenta gotas. Cinco el primer año. Tres el segundo. Siete el tercero. El cuarto año nos alcanzó la tragedia, dos veces. Con nuestras lágrimas, vino la tormenta y el fin del mundo. Supimos que la vida no podía, no debía seguir siendo igual. Por ello, nos dejamos llevar por las olas del apocalipsis al ritmo de Wuff. Llegaron más proyectos y talleres: cuerpos, monstruos, poesía, narrativa, gráfica. Con la llegada de nuevos miembros al equipo, en este 2022, nuestro mar se ha llenado de vida. Ahora muchas criaturas habitan en la profundidad de nuestro proyecto y siguen evolucionando en formas perturbadoras. Tenemos programas continuos y un cuarto lleno de monstruos que iremos liberando a su tiempo. Tendrán que esperar. No es literal, pero bueno, así me gusta contarlo.




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